
¿Por qué la izquierda intenta borrar de la historia de los pueblos los aportes del cristianismo, en especial, de la tradición católica, a la construcción de su identidad?
Los sucesos del 11J podríamos definirlos como auténticamente contrarrevolucionarios. Y los son porque escapan a esos obligatorios relatos genésicos que suponen la Revolución cubana, a estas alturas un doble espectral que se invoca como consigna
Autores04/08/2025 Julio LorenteLas dinámicas discursivas que generan las revoluciones son totalizadoras y herméticas. Sobre esto, construyen genealogías y mitos políticos que funcionan de forma unidireccional. Una “metahistoria”, si seguimos a Hyden White.
Una Revolución, grosso modo, elabora su justificación histórica como constructo, como ficción útil plagada de símbolos justificantes. Desde estos fundamentos políticamente románticos, ser revolucionario implica asumir un comportamiento providencial donde la subjetividad ideológica establecida por el grupo en el poder se presenta como la idiosincrasia cultural del pueblo en cuestión. Falsificación histórica destinada a sacralizar una elección política que encubre casi siempre un orden totalitario.
Y es en el espacio de la “historia nacional” donde esta fórmula maniquea alcanza sus cuotas más célebres. Una memoria selectiva y aglutinante que presenta al evento revolucionario como la síntesis de una aspiración nacional. Para esto se precisa de “buenos” y “malos”; los que representan ese “espíritu nacional” de reminiscencias hegelianas y los que disienten de él.
Pensando en la Revolución Francesa —suceso por antonomasia cuando se habla de revoluciones—, se aprecia cómo sus líderes declaraban contrarrevolucionarios a los que se oponían a ese avance radial y homogenizante que se hacía desde París en nombre de la “nación”.
Eventos como la Guerra de la Vendée ilustran cómo la oposición, surgida de la propia combustión revolucionaria, quedaba anatemizada por los ideólogos que tramaban los nuevos designios nacionales. Pero más allá de las interpretaciones marxistas que abundan sobre tales temas, presentándolos como una “lucha de clases”, estos se relacionan con el célebre fenómeno moderno de la centralización estatal.
Siguiendo esta línea argumental, podríamos decir que la Revolución termina encarnada en la figura del Estado centralizador y la contrarrevolución procura la fragmentación de ese discurso monolítico. Como observa puntualmente Plinio Correa de Oliveira en Revolución y Contrarrevolución, “si la revolución resulta en el desorden estandarizado mediante una normativa falaz, la contrarrevolución procura reinstaurar el orden, o lo que es lo mismo, la participación ciudadana en el proceso político”.
Los sucesos del 11J podríamos definirlos como auténticamente contrarrevolucionarios. Y los son porque escapan a esos obligatorios relatos genésicos que suponen la Revolución cubana, a estas alturas un doble espectral que se invoca como consigna. Los gritos mayoritarios de “Libertad” no hablan de una “revolución traicionada”, concepción trotskista fosilizada, ni mucho menos de una revaluación dentro de los propios “principios revolucionarios” que propone el acartonado marxismo institucional.
Y, mucho menos, de la intención de seguir sosteniendo ese plomizo “socialismo irrevocable” que proclama el artículo 4 de la Constitución castrista. Todo lo contrario, hablan de un modelo político agotado que precisa ser removido como tejido muerto.
La Revolución cubana se ha articulado en una paradoja: una saturación política que ha producido un vaciamiento político que tiene como finalidad la imposibilidad de elegir. De ahí esa grosera edición de la historia que presenta ciertos pasajes del pasado como una aritmética confirmación del presente.
A Martí como ese tótem antimperialista, como si él mismo no se hubiera mostrado deseoso de tener una relación política y comercial armónica con Estados Unidos en la futura República, como le escribiera en carta a Gerardo Castellanos en 1892. Y así, otros tantos matices sobre la grisura totalitaria.
La brecha libertaria que se anuncia es el interregno nacido de una crisis que es irresoluble dentro de sus propios términos sistémicos y que, a su vez, representa la extinción del aura emotiva y movilizadora del discurso épico. La alquimia revolucionaria, que convirtió lo común y concreto en lo igualitario y abstracto, cotizándolo como identidad totalizadora en función de un hombre y su séquito, es hoy un soporte poroso que no encubre más esa operatoria de Mago de Oz.
El 11J mostró pluralidad orgánica, un quiebre de la unidad trazada como corsé sobre la individualidad. Un camino que propone la contrarrevolución como una geometría variable sobre el monopolio perimetral del Estado y no como etiqueta ideológica que per se anula la otredad.
Contrarrevolución que clama por reinstaurar una civilidad que libere al público cautivo del espectáculo político. Contrarrevolución que despoje a la sociedad de ese rol de masa fiscalizada por los efectos del tributo. Contrarrevolución que funcione como mirador desde donde apreciar y disfrutar la riqueza diferencial del mundo sin una obligatoriedad ideológica.
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