
Esta perseverancia es el gran legado de nuestros libertadores. Lo más grande de ellos no es que murieron por Cuba, sino que todos vivieron por Cuba, que fueron más fuertes que el tiempo
Durante más de una década, el argumento de “la revolución traicionada” —sin precisar en qué consistía la traición— fue la coartada para un sangriento ajuste de cuentas entre diversas pandillas, eufemísticamente llamadas “grupos de acción”
25/10/2025 Luis Cino
En Cuba, acerca de las revoluciones ocurridas desde 1868 —y que la historiografía castrista se empeña absurdamente en presentar como una sola, desde el Grito de Yara hasta la de Fidel Castro— es recurrente, hasta el cansancio, el relato de “la revolución traicionada” y “los traidores a la revolución”.
Fue así desde la guerra por la independencia, cuando los autonomistas eran considerados tan traidores a la causa libertaria como los guerrilleros que, junto a las fuerzas españolas, combatían a los mambises.
En muchas ocasiones, esa narrativa de “los traidores” no fue más que un recurso manido para ventilar oscuras rencillas o un pretexto para demonizar y desembarazarse de adversarios políticos.
La narrativa de la revolución traicionada —que “se fue a bolina”, según diría Raúl Roa— alcanzó su apogeo tras el derrocamiento del régimen de Gerardo Machado, principalmente en boca de los comunistas. Paradójicamente, los primeros que traicionaron a los grupos revolucionarios fueron ellos mismos, cuando pactaron con Machado y retiraron su apoyo a la huelga general de agosto de 1933, a cambio de la promesa hecha por el dictador de legalizarlos como partido político.
La traición de los comunistas a la revolución fue seguida por la de Fulgencio Batista. El sargento taquígrafo que, por ser el único de sus colegas complotados que tenía un auto, asumió la dirección de la asonada militar del 4 de septiembre de 1933, luego de ser ascendido a coronel y jefe del ejército por la Pentarquía, terminó formando parte de una azarosa ecuación de gobierno que tenía a Ramón Grau San Martín como presidente y a Antonio Guiteras como secretario de Gobernación.
Pero aquel gobierno provisional fue derrocado por Batista, que pactó con Estados Unidos el reconocimiento del nuevo gobierno a cambio de imponer orden en el país, reprimiendo a muchos de quienes habían sido sus aliados.
Durante más de una década, el argumento de “la revolución traicionada” —sin precisar en qué consistía la traición— fue la coartada para un sangriento ajuste de cuentas entre diversas pandillas, eufemísticamente llamadas “grupos de acción”. Era el pesado fardo que imponía su pasado revolucionario en la lucha contra la dictadura de Machado a los presidentes Ramón Grau y Carlos Prío.
Según cálculos de la prensa de la época, en la segunda mitad de la década de 1940 había alrededor de veinte mil hombres armados —equivalentes a la mitad de los efectivos del ejército nacional— vinculados en mayor o menor medida al gansterismo político y la camorra revolucionaria.
En una de aquellas pandillas de pistoleros, la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR), cuyo cabecilla era Emilio Tro, inició Fidel Castro sus andanzas.
Si alguien en la historia de Cuba traicionó los ideales proclamados al iniciar su revolución, ese fue Fidel Castro. Tras derrocar a Batista en 1959 y apoderarse del poder, no restauró la Constitución de 1940 ni realizó elecciones libres, como había prometido. Y, a pesar de negar ser comunista y tener aspiraciones de poder, en 1961 se proclamó marxista-leninista e instauró una dictadura personalista de corte estalinista.
No obstante su traición a los ideales que originalmente había enarbolado, Fidel Castro no tuvo reparos en acusar de “traidores a la revolución” a quienes se opusieron al rumbo dictatorial y comunista tomado por su régimen, incluyendo a muchos de los que lo habían acompañado en la insurrección, a los que fusiló o condenó a largas penas de prisión.
Publicado originalmente en Cubanet.


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