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Castro advirtió en 1971: “No podemos aspirar ahora a hacer las cosas tan bonitas como podemos aspirar a hacerlo dentro de veinte años, pero debemos tratar de evitar hacerlas ahora tan feas que dentro de veinte años nos abochornemos de lo que estamos haciendo ahora”
Autores20 de agosto de 2023 Luis CinoViendo el deprimente estado de abandono en que se encuentra desde hace años Alamar, se hace difícil creer que a principios de la década de 1970, la construcción de aquel reparto al este de La Habana fuera, junto con las escuelas en el campo, el proyecto que más entusiasmaba y enorgullecía a Fidel Castro.
Tanto orgullo sentía el Máximo Líder por Alamar que llevaba allí, para mostrarle los progresos de las obras en construcción, a cuanto visitante extranjero llegaba a Cuba. Así, solamente entre octubre y diciembre de 1971, cuando la construcción del reparto estaba en su apogeo, Fidel Castro llevó a Alamar al canciller argelino Abdelaziz Bouteflika, al entonces presidente del Consejo de Ministros de la Unión Soviética, Alexei Kosiguin, y al miembro del Politburó y secretario del Partido Comunista Soviético (PCUS) Andrei Kirilenko.
Para enfrentar el crónico déficit de viviendas en el país —que había sido calculado en 655.000 por Fidel Castro en el discurso con que clausuró el Congreso de los Constructores, en octubre de 1964—, el Comandante se propuso un ambicioso plan de construcciones.
Advirtiendo que, por ser Cuba un país subdesarrollado, no se podían acometer “obras fastuosas que estuviesen por encima de nuestras posibilidades” (como la Escuela de Arte), Fidel Castro, en busca de un sistema constructivo barato, optó por importar el tosco modelo de las edificaciones jhrushovkas que proliferaron en la Unión Soviética durante el gobierno de Nikita Jhrushev.
Consciente de la fealdad de aquellos edificios, Castro advirtió en 1971: “No podemos aspirar ahora a hacer las cosas tan bonitas como podemos aspirar a hacerlo dentro de veinte años, pero debemos tratar de evitar hacerlas ahora tan feas que dentro de veinte años nos abochornemos de lo que estamos haciendo ahora”.
Veinte años después, agobiado por el Periodo Especial, es poco probable que haya sentido bochorno el Comandante por la fealdad de Alamar, La Coronela, el Reparto Eléctrico, San Agustín y los demás barrios de edificios de microbrigadas que se levantaron por toda Cuba en las décadas de 1970 y 1980.
El 16 de abril de 1971, Fidel Castro anunció que antes del fin de año habrían sido creadas 424 microbrigadas obreras que se encargarían de construir 10.239 viviendas. Un mes después, a fines de mayo, fue terminado a trancos el primer edificio en La Coronela, al oeste de La Habana, y 18 estaban en ejecución en Alamar, el primero de los cuales sería inaugurado el 26 de julio.
El 31 de agosto, los 3.000 delegados a la Plenaria Nacional Azucarera fueron llevados por Fidel Castro a Alamar, y allí les explicó el modo en que los centros laborales asignarían los apartamentos, teniendo en cuenta los méritos y las necesidades de los microbrigadistas.
Las explicaciones sobre las microbrigadas las reiteraría el 28 de septiembre, en su discurso por el aniversario de los Comités de Defensa de la Revolución.
Los microbrigadistas no la tendrían fácil. Trabajaban 14 horas diarias, de lunes a sábado, amén de los domingos rojos y la participación en las actividades políticas orientadas por el Partido Comunista o el sindicato. Y además de construir el edificio donde morarían, también estaban obligados a participar en la edificación de obras sociales.
Pero lo más difícil eran las asambleas donde se analizaban los méritos laborales y políticos de los microbrigadistas para otorgarles los apartamentos. Aquellas reuniones terminaban convertidas en tumultos donde los compañeros de trabajo se chivateaban y se echaban en cara los trapos sucios, que lo mismo podían ser “problemas ideológicos” (chistes, comentarios o confidencias escuchadas alguna vez), acusaciones de robo de materiales o comida, que otras de carácter más íntimo, como infidelidades conyugales. En aquellas asambleas de méritos, muchos compadrazgos y amistades de larga data se rompieron y convirtieron en enemistad perpetua.
En los años que siguieron a su construcción, pese a su fealdad y al caos urbanístico, Alamar era presentada por la propaganda del régimen como una maravilla constructiva. Y había visitantes extranjeros se deslumbraban. Como el argentino Julio Cortázar. El autor de Rayuela, que solía ponerse ridículo cuando hacía loas al régimen castrista, en 1976, en Nuevo itinerario cubano, escribía : “Hoy ya no se ve la costa en Alamar; como en los cuentos árabes de Las Mil y Una Noches, como en los espejismos, una ciudad nació de la nada hasta cubrir hectáreas y hectáreas con sus bloques multicolores, sus calles y sus jardines, y allá arriba, algún barrilete que un chico remonta para jugar un rato con el viento y los pájaros”.
Belleza nunca hubo en Alamar o cualquier otro de los barrios hechos por las microbrigadas. Eran bloques de cinco pisos y unos pocos de doce, todos iguales, cuadrados, feos, indistinguibles unos de otros de no ser por los números que los señalizaban y que poco contribuían a que uno no se perdiera en el laberinto de trillos y pasillos.
Aquellos antiestéticos palomares del proletariado, las versiones comunistas de las cuarterías, pensados para reforzar el colectivismo y el control social (parecían más un presidio que una ciudad-dormitorio) eran casi idénticos a los de la Unión Soviética y los países de Europa Oriental. Sólo los salvaba de la grisura y la monotonía, la vegetación del trópico, que brotaba incontenible en los parques, trillos y jardines —si se puede llamar jardín a la mezcla de rosales y platanales—, y sus bullangueros moradores.
Con el tiempo, estos edificios resultaron insuficientes. Las familias que los moraban fueron creciendo y, como ya no cabían en los apartamentos, de dos habitaciones la mayoría y algunos de tres, decidieron agrandarlos. Para ello, tuvieron que hacer divisiones, abrir o clausurar puertas y ventanas, cerrar balcones, portales y patios para convertirlos en cuartos. Los más afortunados, los que tenían carros y motos, construyeron improvisados garajes, casi siempre comunes.
Durante el Periodo Especial, a pesar de los vecinos que protestaban por la peste, proliferaron los corrales de gallinas, puercos y chivos. Y cuando fue autorizado el trabajo por cuenta propia, habilitaron espacios para talleres, cafeterías y otras vendutas y timbiriches.
Da grima, deprime, caminar por entre los edificios faltos de pintura de Alamar, entre cercas hechas con chapas de zinc y de metal oxidado, hierbazales, apestosos montones de basura sin recoger y salideros de aguas albañales, perros hambreados y sarnosos, ancianos que parecen zombis, muchachos descalzos que juegan pelota o fútbol en la calle, hombres sin camisa —casi siempre borrachos— y mujeres con rolos y en chancletas que, mientras cargan cubos de agua o corren a hacer cola para comprar algo de comer, se gritan insultos y bromas soeces en las escaleras, los pasillos o de un edificio a otro.
Texto reproducido en El Nuevo Conservador por cortesía de su autor y la agencia Cubanet. Luis Cino Álvarez reside en Arroyo Naranjo, Cuba, y a pesar de la represión desde 1998 ejerce el periodismo independiente. Entre 2002 y la Primavera Negra de 2003 perteneció al consejo de redacción de la revista De Cuba. Fue subdirector de Primavera Digital. Es colaborador de CubaNet desde hace 20 años. Trabajó como profesor de inglés, en la construcción y la agricultura. Sueña con poder dedicarse por entero y libre a escribir narrativa. Le apasionan los buenos libros, el mar, el jazz y los blues.
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