
Un día de noviembre, realizada en 1972, fue censurada y no se pudo ver hasta casi 20 años después, a pesar de que era neorrealismo socialista ICAIC al 100%
¿Dolería más la novia que deja de ser la novia de un desviado ideológico por orientaciones de “los compañeros del Comité de Base de la Juventud Comunista”, si la ruptura es a la sombra de un viejo y ruinoso castillo moravo, o en una taberna de Praga, y no en el muro del Malecón o en la esquina del Instituto Cepero Bonilla?
Autores15/07/2023 Luis Cino
Milan Kundera ha muerto a los 94 años sin que la Academia Sueca le concediera el Premio Nobel, algo que habría merecido con creces por la profundidad de su obra literaria.
Siendo el más universal de los escritores checos, como vivía en Francia desde 1975, escribía en francés desde hacía más de 40 años y se negaba rotundamente a que tradujeran sus libros a su idioma natal. Algunos llegaron a preguntarse si podía ser considerado un escritor checo.
Hace unos años se discutió si era cierta o no la afirmación de que Kundera, en sus tiempos de estudiante, cuando era miembro de la Juventud Comunista —de la que fue expulsado en 1950, readmitido en 1956 y vuelto a expulsar en 1970— delató a la policía política a un emigrado que había entrado clandestinamente a Checoslovaquia.
Prefiero creer que Kundera era inocente de tal imputación. Y en caso de que fuese culpable, lo absolvería. Y no solo porque sea uno de mis autores favoritos. Luego de demasiadas tristes experiencias, sabemos que las dictaduras totalitarias —nunca los individuos, salvo ciertos degenerados patológicos que se dan en ellas como hongos después de la lluvia— son absolutamente culpables de todo lo que sucede en sus entrañas torcidas.
Mi primer encuentro con un libro de Milán Kundera —y también con los de Solshenitzin, Grossman y Bulgakov—, se produjo a mediados de los años setenta gracias a mi amigo Mayito Betancourt, cuya casa era un templo del undeground habanero. Fue La broma, publicado originalmente en 1967. Luego, casi todos los demás libros de Kundera me los prestó mi primo, el escritor Waldo Pérez Cino.
Y años después pude leer los que me faltaban gracias a la biblioteca independiente de Gisela Delgado. En todos los casos, los libros eran editados en España, te recomendaban que no los exhibieras por la calle no fuera ser que te los quitara la policía y había plazos perentorios para su lectura porque había otros que esperaban para leerlos.
Lo que Kundera narraba de la vida bajo el comunismo era harto conocido para nosotros. Tanto que, a veces, nos reconocíamos en algunos de sus personajes, incluso muchos años antes que nos viéramos en situaciones similares. La cuestión estaba en el modo de narrar del escritor checo, en su filosofar sobre las cosas que constituían nuestra amarga cotidianidad. Los aspirantes a escritores nos retorcíamos de envidia y ansiedad cuando descubríamos que, disponiendo de vivencias similares, no éramos capaces ni remotamente de escribir como él.
Alguna vez, luego de leer los primeros libros de Kundera —los que hizo antes de irse de Checoslovaquia a Francia y tornarse más filosófico y universal— , y cuando me parecía inalcanzable la posibilidad de ver publicado alguno de mis libros, me pregunté si los chivatos y segurosos precisaban hablar en ruso o en algún idioma de Europa Oriental para ser peores y más creíbles villanos literarios; si sería obligatoria la nieve para dar tintes más deprimentes a episodios en los cañaverales de Matanzas, una barraca en Guane, un calabozo de la estación de policía de La Víbora o las guardias nocturnas tras la alambrada de una unidad militar al sur de La Habana.
¿Dolería más la novia que deja de ser la novia de un desviado ideológico por orientaciones de “los compañeros del Comité de Base de la Juventud Comunista”, si la ruptura es a la sombra de un viejo y ruinoso castillo moravo o en una taberna de Praga, y no en el muro del Malecón o en la esquina del Instituto Cepero Bonilla?
¿Y qué hay de los amigos de la beca con los que lo compartías todo y que se delataban unos a otros con entusiasmo —nos enseñaron desde pequeños que era nuestro deber delatar— en las asambleas de análisis de grupo? Ellos sabían todo sobre ti: las muchachas que ligabas, con quien te reunías, si leías libros prohibidos y revistas extranjeras, preferías la música americana y sintonizabas la WQAM, si conocías a maricones o cometías la osadía de escribir cartas a familiares en Miami.
¿Cómo no saberlo todo si compartíamos la ropa, los zapatos, el hambre, los cigarros y hasta el exiguo goteo de la ducha cuando quitaban el agua y nos quedábamos enjabonados?
En un albergue estudiantil similar se pudo producir o no, en 1950, la delación de Kundera. Estaba muy reciente la instauración por el Ejército Rojo de la “democracia popular” en Checoslovaquia y cualquier adoctrinado joven militante comunista creía su deber “la defensa del estado proletario contra los enemigos de clase”.
Prefiero pensar que alguien —como un personaje salido de La Broma, su primera novela— quiso vengarse de Kundera por algún oscuro motivo e inventó la historia de la delación. Algo de cierto pudo haber tenido a mano. El odio o la envidia pusieron el resto. O puede que, efectivamente, el joven Kundera delatara por miedo, porque lo forzaron a hacerlo, porque pensó que era su deber de comunista, etc.
Bajo los regímenes totalitarios, todos somos víctimas y victimarios; todos somos culpables, en mayor o menor grado, de las sociedades en que ¿vivimos?
Parece inevitable que cuando acaban estos regímenes y se abren los archivos de la policía política, aparezcan siempre muchas feas sorpresas.
Los que estamos advertidos de los horrores del comunismo porque los sufrimos en carne propia, y lo que es peor, en el alma, hace ya mucho que absolvimos a Kundera, si es que tuvo alguna culpa. Ni siquiera lo juzgamos. Solo por sus libros. Y lo que es más, hace muchísimo tiempo le concedimos el Nobel que no quisieron darle en Estocolmo.
*Texto reproducido en El Nuevo Conservador por cortesía de su autor y la agencia Cubanet. Luis Cino Álvarez reside en Arroyo Naranjo, Cuba, y a pesar de la represión desde 1998 ejerce el periodismo independiente. Entre 2002 y la Primavera Negra de 2003 perteneció al consejo de redacción de la revista De Cuba. Fue subdirector de Primavera Digital. Es colaborador de CubaNet desde hace 20 años. Trabajó como profesor de inglés, en la construcción y la agricultura. Sueña con poder dedicarse por entero y libre a escribir narrativa. Le apasionan los buenos libros, el mar, el jazz y los blues.
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