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Sobre los directores Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, Alfredo Guevara afirmó insidiosamente: “su visión crítica resulta más anarcoide y liberal que revolucionaria, aunque se trate de un revolucionario, de alguien que quiere serlo”
Autores29/05/2024 Luis CinoLos nostálgicos de “los tiempos mejores” —o menos malos, para ser más precisos— del régimen castrista, para presentar la década de 1980 como una época idílica, de bonanza económica gracias al subsidio soviético y en la que, según ellos, reinaba en Cuba un ambiente optimista y esperanzador, suelen citar como reflejo de ello, las películas que hizo el ICAIC durante esa etapa, especialmente las comedias.
Es muy cuestionable esa ejemplificación. En esa década, el ICAIC distaba de ser un remanso de paz. Y si hubo cierto ambiente relativamente esperanzador y que duraría poco, fue a partir de que, en 1983, Julio García Espinosa asumiera la presidencia del ICAIC en sustitución de Alfredo Guevara.
Guevara, un comunista de vieja data y amigo personal de Fidel Castro, en su condición de zar del cine cubano desde que en marzo de 1959 fundara el ICAIC, había impuesto su modo arbitrario y estrecho de entender la creación artística, siempre “dentro de la revolución”.
Recordemos que sobre los directores Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, Alfredo Guevara afirmó insidiosamente: “su visión crítica resulta más anarcoide y liberal que revolucionaria, aunque se trate de un revolucionario, de alguien que quiere serlo”.
Las contradicciones de los cineastas con Alfredo Guevara llegaron a su clímax con la polémica que provocó la película Cecilia, de Humberto Solás, una costosa y mal afortunada adaptación de la novela Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde.
Los grandes perdedores de aquella polémica fueron Alfredo Guevara, que fue sacado del ICAIC y destinado a la representación cubana ante la UNESCO en París; y Solás, quien quedó sumido en la depresión y el desconcierto por el fracaso de aquella película de época en la que había depositado sus esperanzas luego de que debido a la censura diez años antes de su película Un día de noviembre, había asegurado que “nunca más intentaría siquiera un filme sobre la contemporaneidad si no contaba con el espacio de la sinceridad”.
Los primeros tres años de la década de 1980 habían sido malos para el cine cubano, que, como toda la cultura nacional, todavía no acababa de reponerse del llamado Quinquenio Gris. Pero en cuanto se fue Alfredo Guevara y empezaron a aplacarse las contradicciones que había generado, empezaron a soplar vientos de renovación en el ICAIC. Baste mencionar que si entre 1980 y 1982 solamente se hicieron tres películas (Polvo rojo, Patakín y Cecilia), solamente en 1983, el primer año después de la partida de Guevara, se hicieron cuatro: Hasta cierto punto, Amada, Se permuta y Los refugiados de la Cueva del Muerto.
A propósito, contra Hasta cierto punto, de Gutiérrez Alea, arremetió Alfredo Guevara, cuando ya estaba de salida del ICAIC: “Qué fácil demagogia resulta la de contraponer en el filme a la clase obrera enfrentándola a los cuadros, técnicos e intelectuales que genera y que son ideológicamente parte de ella y expresión de su liberación, superación y conquistas”. Y se quejaba de “la manipulación de la realidad desde una aristocracia crítica que hace de la incitación a la crítica un recurso que enmascara la voluntad mil veces explícita en nuestra vida diaria, de usar la crítica, cuando menos sin fineza en el análisis, sin profundidad, demagógica y no pocas veces deshonesta y vulgarmente”.
A partir de 1983 no dejaron de hacerse películas históricas con un tono epopéyico, al uso de las que se hacían en los años 70, como fue el caso de Baraguá (1986) de José Massip y Clandestinos (1987) de Fernando Pérez, o ambientadas en el siglo XIX o la República, amén de las puramente propagandísticas realizadas por los Estudios Fílmicos de las FAR (La gran rebelión y El encanto del regreso), pero predominaron las películas donde se intentaba abordar los conflictos de la vida cotidiana y los problemas individuales, como Habanera, de Pastor Vega; La inútil muerte de mi socio Manolo, de Julio García Espinosa; El corazón sobre la tierra de Rapi Diego, Una novia para David y Papeles secundarios, de Orlando Rojas; Lejanía, de Jesús Díaz; etc.
De las más de 30 películas de este tipo, 10 fueron comedias, como Se permuta y Plaff, de Juan Carlos Tabío; Los pájaros tirándole a la escopeta, de Rolando Díaz; Vals de la Habana Vieja y De tal Pedro tal astilla de Luis Felipe Bernaza.
En dichas películas, tanto en las dramáticas como en las comedias, había crítica social que, a pesar de ser tímida, tuvo que enfrentar múltiples presiones por parte de los censores, como ocurrió con Techo de vidrio, de Sergio Giral, producida en 1980 y que no permitieron que se exhibiera hasta 1988.
En esta prolífica época del ICAIC, donde se hicieron varias de las más taquilleras películas del cine cubano, surgió una generación de excelentes actores y actrices como Isabel Santos, Beatriz Valdés, Thais Valdés, Luis Alberto García, Alberto Pujol, Fernando Echevarría y Orlando Brito.
La “bonanza” en el ICAIC terminó abruptamente en 1991, cuando Alicia en el pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres, escandalizó al régimen al extremo de movilizar a las brigadas de respuesta rápida para vigilar los cines en que se exhibió durante unos pocos días la película.
El régimen quiso cerrar el ICAIC, fundiéndolo con los Estudios Fílmicos de las FAR y el ICRT. Las protestas de los cineastas, e incluso dentro de la UNEAC, lo impidieron. Lo que no pudieron evitar fue la sustitución de García Espinosa por Alfredo Guevara. Pero a Guevara, en los difíciles tiempos del Periodo Especial, ya no le sería cómodo imponer sus criterios.
Publicado originalmente en Cubanet.
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