Desde esta ventana*
Un legítimo deseo que se ha ido fecundando como sólo pueden fecundarse los deseos
Letras10 de junio de 2023Luis Leonel LeonMe asomo a esta ventana cada noche como si fuera el lado más soleado y –a la vez– el más oscuro de mi calle. Desde aquí no importa si es de noche en la ciudad o si la ciudad se ha vuelto noche, así de pronto, después de haberlo comprendido, inevitablemente. Tal vez, como otras tantas cosas, sólo sea una cuestión de tiempo. Una jugarreta del tiempo real, la sensación, el chispazo de ese instante (muchas veces impreciso, pero definitivo) en que por fin abrimos los ojos. Algo que no siempre sucede, en cualquier parte.
Me inclino al vacío y veo la ciudad y viceversa. Y eso parece ser lo más terrible de esta historia infantil de adultos abandonados al borde del miedo, siempre tan nerviosos, extraviados, sin otra brújula que la necesidad de escapar del desespero y la eterna condena de no tener a dónde huir o no poder hacerlo, realmente.
Quizás esa sea la mayor tristeza, la peor sentencia, la más torpe utopía​ del condenado a sentirse condenado a la utopía.​ Me lo digo en silencio, casi lo murmuro. El silencio, aunque parezca ausentarse, siempre nos acompaña. Y es posible escucharlo. Ahora mismo le oigo reírse nosotros, detrás de cada ruido. Por ahí anda susurrando con su vieja carnada.​ Si no me crees, tan solo prueba a pegar la oreja a la puerta de tus fugas, como si la pegaras a tu corazón, y de una vez entenderás el mundo, las cosas más o menos mundanas​ de este mundo, que nos arrastra, o que exploramos​, buscando entender el origen y el fin​, los misterios más sencillos, cotidianos y divinos, como si alguna vez fuera posible.​ Lo cual no supone una banalidad, sino que tiene muchísimo sentido. Todo el sentido del mundo florece en la intención de entender nuestra existencia. Incluso esta.
Miro alrededor y sé que me dirán que es una tontería. En la isla de las pérdidas, el huracán se ha vuelto estacionario y ya no importan las noticias porque siempre es la misma. Nada de lo anterior realmente importa. Hay tanto de horror, hambre, miedo, ignorancia, envidia y resentimiento, que los ojos han perdido la destreza de clarificar el pensamiento. Esos que allí ves aletear, despeñarse, gemir, olvidar y sonreír como delfines, esos ruidosos silencios, son mis buenos vecinos. Recostados saborean, tantas veces sin saberlo,​ lo peligroso, inútil y chévere de caminar​, sin importarles qué sucede más allá de la esquina​, o en la casa de enfrente, o tras la hipnotizante y odiosa pantalla del televisor, que casi nunca logra ocultar la verdad, después de todo. Hay demasiada gente jugando a decir lo contrario. Toda mentira sostenida en el tiempo puede volverse una herida incurable. Un juego macabro, suicida, una enfermedad hereditaria.
La realidad, aunque el festín posmoderno te emborrache o te pinche las neuronas, no es relativa. Tu vida es esto que ahora mismo ves escapar de ti. Ese reflejo en las vidrieras vacías o repletas de ilusiones perdidas, en las paredes despintadas, en todas las sombras de toda la ciudad, no es otra cosa que tu vida. Tan solo tienes que poner un poco de atención, suelen decirme, ellos, mis buenos vecinos, con la mueca de costumbre. Ruidosos, pero inteligentes, sarcásticos, como ciertos discursos que vemos en la tele. Así suelen ser mis queridos vecinos, a veces sí, a veces no, a veces no tengo vecinos y navego solo, como dando brincos, entre los ruidos de una decadente Babilonia, isla de rumbas silentes, insuficientes, semi apagadas, mudas y soñolientas hijas del carnaval.
Quizás sea fácil, a pesar de lo espinoso, contemplar los senderos que esconden las nubes, no esas del cielo, sino las de la gente, las vértebras cansadas de nuestras ilusiones, los callejones del olvido, el íntimo lenguaje de la oscuridad que somos, que no pocos morbosos e idiotas celebran y que arrastramos, como si fuesen desabridas luces de bengala, lanzadas sin orden ni pretexto, sólo por el placer de ver que alguna luz se enciende, incluso fugaz, en la vieja metrópoli anestesiada, que se cree bailar mejor que nadie un son que ya no existe.
La ciudad también puede ser una navaja, un pantano, una pluma en el viento, una sorpresa. Pienso, dudo, me fugo en la mirada perdida de mi madre, en la voluntad del Dios con que en ocasiones –incluso– llego a discrepar de todo esto. Me pierdo a ratos en las calles que conozco o que he creido conocer, en el fuego de la costumbre, en las causas perdidas, en los heraldos negros de la vida, en los gemidos, en las piernas que se abren, lentamente, para otorgar sentido a cada pensamiento y cada arruga de mi cama.
Es la vida, me dice ella, muy tranquila, con su cara en mi pecho. Es también la dichosa sobrevida, le contesto. El barrio, ahora totalmente apagado, se alborota con un increíble jonrón de los azules, que en los últimos tiempos suelen contentarnos, cederle añejas utopías a sus temporadas, y así a las nuestras, incluso a las mías. Después quizás un chiste, un bolerón en la radio que escuchamos gracias a las últimas baterías que llegaron del norte, un verso, un alcohol sin etiqueta, un amor no trascendido, una seductora mordida en la memoria. Puede ser tan cruel como adictivo este vulgar deporte de vivir​ creyendo que de verdad vivimos.
(Collage "El lado más soleado y más oscuro de mi calle", LLL, 2023)
Recuerdo que la vida también es todo esto que no sabemos o que no podemos resolver​ mucho más de la mitad de la mitad que sin saber nos hemos inventado. Lo cierto es que aún no logro descifrar la larga noche como aquél mapa del tesoro escondido que de niño soñé, más de una vez, llevarme a casa. Confieso que al principio, como todo principiante, creí en la tonta fábula de la emboscada de la que salimos todos ilesos, íntegros, sin comprender qué significan y qué son en realidad las cicatrices. Después, mirando a la vez al cielo y la ciudad, pude saber que la luz se desarma en sueños reales y en sueños dormidos, y que no siempre, para bien y para mal, tendremos a mano un buen despertador.
Por eso quise acercarme, quizá para siempre, a esta ventana, desde donde puede verse otra ciudad o la ciudad real detrás de la humareda, siempre que no confundas el calidoscopio y quieras distinguir el almacén del alma, las huellas del sudor en el cristal de otras ventanas que no dan a ninguna parte, la luz, la herida respiración del porvenir, los colores del recuerdo, la ingrata desmemoria.
Confieso que también he sido una marioneta. También soy culpable de saber que lo seguimos siendo. Sé que a veces la estampa que acaricio no es real y que puede volverse una postal amarilla la alegría. Todo depende del anhelo o el glamour con que las fantasías bailen en el laberinto y que entendamos, muy a pesar de todo, que no debemos dejar de sonreír, muy adentro, así sea jodido, así nos repitan que es casi imposible.
Bien sé que muchos muros, como estos, no son pura ilusión. Pero sueño, sueño todas las noches, desde esta ventana, ambicionando, intentando que la confluencia del amor y las agallas, si no es mucho pedir, nos cure un poco, un poco más de lo que una vez se planeó para nosotros, los sobrevivientes de los sobrevivientes de esta isla hecha de ilusión, resignación, olvidos, flácidas esperanzas, fosa común para rumberos ebrios de pecados, de islas y de fugas. Por eso beso poco a poco a mis amores, mis puentes, mis fotos, mis amigos balseros, mis primos marielitos, mi codicia, mis bocetos, mis amantes, con una afable mezcla de mañanas y nostalgias. Un legítimo deseo que se ha ido fecundando como sólo pueden fecundarse los deseos.​
Aunque la ciudad se ha vuelto una boca de lobo, subo otra vez, sudando, sin remedio, casi corriendo, como siempre, a la azotea de las utopías. Abro los brazos, en medio de esta transparente oscuridad que grita sus silencios, y sonrío, como ese niño feliz que respira profundo y –espantado de todo o casi todo en la ciudad que ama– se resiste a simplemente romper en llanto, a continuar descuartizando la ciudad dañada, a romper sus vida, sus columnas, los pergaminos, los ríos contaminados de desidia, las palabras más sentidas, las capillas, los fetos que miran fijamente los ojos ciegos de las pinzas, los ancianos, los recién nacidos que sonríen y preguntan, sin recibir jamás una respuesta razonable, una respuesta cierta, una respuesta, todos los amargados rostros de una ciudad que ha olvidado su rostro, todas las almas deambulantes, inertes, a pesar de todo el ruido, balanceándose, cabalgando sin rumbo, sobre un ejército de bicicletas chinas, sin respuestas.
Acepto, con no menos dolor, que quien decide saltar al abismo más oscuro, no ha logrado encontrar siquiera un trozo de escalón, y que, aunque no la encontremos, aunque parezca imposible, todo laberinto tiene una salida. Escojo esta ventana, la mía, mi ventana. Me digo, aunque no esté cien por ciento seguro, que el tiempo siempre es tan real como difuso, que chillan ahora mismo todos sus relojes, que en cualquier parte, incluso aquí, hay algo perdido y algo por hallar, que así es el mundo, su historia, circular, preciosa, insana, incomprensible, posible incluso aquí, incluso en estos tiempos de incontables extravíos.
Leo fragmentos de estas ansias en la radio y sé que algunos se quedarán escuchando, aunque no entiendan o no se atrevan a entender, mientras otros simplemente cambiarán de emisora. Es la vida, me repite ella, sabia, irónica y sensual, como siempre. Es una dicha sobrevivir contigo, le contesto. Quiero creer que al final no cuesta tanto, o casi nada, continuar soñando, pero, eso sí, con los ojos abiertos, profundamente abiertos, en la eternidad del sueño, toda la vida, sobre todo, si logramos mantener abierta en nuestras manos una ventana como esta, hecha para entender el alma y la ciudad​. O al menos intentarlo, una y otra vez.
*Escrito en La Habana, perteneciente al cuaderno “Sueños para remendar”, de 1996. Por entonces su autor escribía y dirigía programas en Radio Metropolitana y estudiaba en la Facultad de Cine del Instituto Superior de Arte. De estos versos, que alguna vez leyó en su programa "Una Imagen Posible", nació el nombre de su blog. Puedes seguirlo en Twitter: @LuisLeonelLeon
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