El Cristo de Velázquez

Pero lo de Unamuno fue un monólogo pues no quiso entablar un diálogo con Cristo que puede transformar a todo ser. No tuvo quietud interior para oírlo, como le ocurre al hombre de hoy que se queda solo con su propia existencia, con sus luchas; agónico hasta el final con su pensar y su vivir porque carece de espiritualidad y de profundidad. Porque le cuesta hacer un alto en esa loca carrera de la vida para encontrar a Dios y compartir sus inquietudes

Ayer Teresa Fernández Soneira
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"Cristo crucificado" de Diego Velázquez, 1632. Óleo sobre lienzo. Museo del Prado, Madrid.

“Milagro es este del pincel

mostrándonos al Hombre 

que murió por redimirnos”.

Miguel de Unamuno

 

Al entrar en la sala mis ojos se encontraron con su cuerpo y con aquella inmensa paz que exhalaba. Fue una sacudida total la que sentí, y como no había nadie en el salón, pude detenerme largamente ante Él y meditar sin ruidos ni distracciones. Tenía ante mí a El Cristo Crucificado del pintor sevillano Diego Velázquez,[i] que fue pintado entre 1631 y 1632 para el Convento de las Benedictinas de San Plácido en la calle del Pez en Madrid. Allí permaneció en la sacristía hasta 1804 en que lo compró Manuel Godoy. Después pasó a su esposa, la condesa de Chinchón, y en 1828 lo recibió su cuñado, el duque de San Fernando de Quiroga. El duque se lo obsequió al rey Fernando VII, y finalmente, en 1829 pasó a ser parte del Museo del Prado.   

Muchos se han inspirado en esta obra, pero de todos los poemas que he leído sobre este tema, el que más me ha impresionado es el del gran escritor español Miguel de Unamuno[ii] titulado “El Cristo de Velázquez” (1920), quien le dedicó 2,539 versos. Fascinado por la figura de Cristo, consideró el poeta que la poesía era la única vía capaz de adentrarse en el misterio de lo sobrenatural. De carácter religioso, dividido en cuatro partes, Unamuno analiza en su hermoso poema la figura de Jesucristo desde diferentes aspectos: eucarístico, sacrificio, redención y reflexión.  Advertimos que en cierto modo este poema se asemeja al estilo del gran místico español, fray Luis de León[iii].  El poema de Unamuno suele considerarse el mejor de su autor y uno de los más grandes de la literatura española.  

Creo, además, que esta pintura de Diego Velázquez es una de las mejores interpretaciones del crucificado. “Vara mágica” llama Unamuno al pincel de Diego Velázquez, y “milagro es este pincel mostrándonos al Hombre que murió por redimirnos”. La figura de Cristo rodeada de misteriosa y divina espiritualidad por la atmósfera que lo envuelve, el magistral dominio de la luz y la sombra, y el rostro semioculto, han inspirado a teólogos, escritores y pintores, pero sobre todo a creyentes. 

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Hacía tiempo que Unamuno sentía un tremendo desasosiego al contemplar esos cristos sangrientos y dolientes de los pueblos de España e Hispanoamérica. Cristos cuyo dolor, intensamente humano, son una paradoja de divinidad. Los versos de Unamuno nos revelan un alma que busca a Dios y en los que se conjugan también las inquietudes del ser humano de hoy: angustia existencial, religiosidad, misterio de la muerte, dolor, sufrimiento, búsqueda de lo eterno, la fe y la necesidad de creer que la cruz de Cristo da propósito a la vida al asegurar que esta trasciende el tiempo y la muerte. Parece que Unamuno halla en este Cristo un reposo a su agitado vivir, y centra su meditación en la descripción del cuerpo de Cristo crucificado: 

                                   “En qué piensas Tú muerto Cristo mío?

                                   ¿Por qué ese velo de cerrada noche 

                                   de tu abundosa cabellera negra de nazareno 

                                   cae sobre tu frente? 

                                   Blanco tu cuerpo está como la hostia…”.[iv]

            

Al detenerse ante los ojos, el poeta recuerda que en vida irradiaron luminosos y escudriñaron los corazones: buscaron el dolor en la faz del enfermo; compartieron una mirada de amor con los niños, de perdón hacia  la mujer adultera, y otra de consuelo hacia sus discípulos, a veces incrédulos. A los brazos los compara con blancas alas, como los brazos de una madre. De las manos dice que impartían el bien, partían el pan, y hacían milagros.  El poeta las ve colmadas de bondad. Y los pies le recuerdan al Divino Pastor que, a su paso por las áridas y arenosas tierras de Judea, “entre pedruscos con amor corrían/tras la pobre oveja descarriada”. En otras ocasiones, describe la faz semicubierta y la frente ensangrentada, que también le causan desasosiego.

Pero lo de Unamuno fue un monólogo pues no quiso entablar un diálogo con Cristo que puede transformar a todo ser. No tuvo quietud interior para oírlo, como le ocurre al hombre de hoy que se queda solo con su propia existencia, con sus luchas; agónico hasta el final con su pensar y su vivir porque carece de espiritualidad y de profundidad. Porque le cuesta hacer un alto en esa loca carrera de la vida para encontrar a Dios y compartir sus inquietudes. “El aprecio de Unamuno por la tela de Velázquez nace de la congoja que le produce “no ver” con claridad la presencia de Cristo en el mundo”, escribe el periodista Rafael Narbona en el periódico El Nacional,[v] y más hoy en que la humanidad le ha dado la espalda a Dios.

También en su Diario, Unamuno apunta esta súplica: “Dame, Jesús mío, que te vea nacer en mí, y me olvidaré de tanta angustia […].  Sencillez, Jesús mío, sencillez”.[vi]  A pesar de haber confesado estar “hambriento de Dios”, dicen que el soliloquio de Miguel de Unamuno con El Cristo Crucificado de Velázquez no cambió a su autor ni lo ayudó a vivir su vida con más serenidad.  Los estudiosos también plantean que el poeta  siempre vivió su fe de un modo trágico y agónico. 

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¿Hallaría Miguel de Unamuno a Cristo al final de su existencia?  Eso solo lo sabe Dios, pero yo sí sé que ante aquel incomparable lienzo en el Museo del Prado de aquel Cristo tan real y tan humano que me interpelaba, que me buscaba, me obligó a pensar en mi humanidad, en mi fe, en el camino que he recorrido en la vida, y en mi propia muerte. El Cristo de Velázquez es símbolo de sacrificio, pero también de redención, pues para los que creemos, la muerte no es el final.  Cristo hombre-Cruz, Cristo-Dios, muere por los hombres para darnos la vida eterna.  Juan, el discípulo amado de Jesús, lo dice de manera muy sencilla: "Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo”.

Observando hoy una reproducción que conservo en mi casa de la famosa obra de Velázquez, y como si estuviera en un templo, le rezo y repito lo que Unamuno le suplicara en sus versos:

                                   “De pie y con los brazos bien abiertos

                                   Y extendida la diestra a no secarse

                                   Haznos cruzar la vida pedregosa – repecho de Calvario –

                                   Sostenidos del deber por los clavos,

                                   Y muramos de pie cual Tú,

                                   Y abiertos bien los brazos”.[vii]

 

Imagen 4Un Belén en cada hogar

NOTAS:

[i] Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (Sevilla 1591 – Madrid 1660), conocido como Diego Velázquez, fue un pintor barroco considerado uno de los máximos exponentes de la pintura española y universal.
[ii] Miguel de Unamuno y Jugo (Bilbao 1864-Salamanca 1936), escritor y filósofo español perteneciente a la generación del 98.  Cultivo gran variedad de géneros literarios.
[iii] Fray Luis de León, (Belmonte, 1527 o 1528​- Madrigal de las Altas Torres, Ávila,1591), fue un teólogo, poeta, astrónomo, humanista y religioso agustino español de la escuela salmantina.
[iv] Miguel de Unamuno, El Cristo de Velázquez, Espasa Calpe, Madrid, 1920.
[v] Rafael Narbona, “Miguel Unamuno, El Cristo de Velázquez”, El Nacional, 22 abril, 2016
[vi] Ibidem.
[vii] Unamuno, Ibid

Perfil Teresa Fernandez Soneira

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