Algunos días después emprendimos nuestro viaje. Por el monte espeso, por aquella manigua ahora desierta, andaban los novios como exploradores. Luis decía que era práctico y que muchas veces había llegado hasta aquellos lugares. Patria, Rosendo y yo los seguíamos
Víctimas y verdugos: deportados del Escambray y la vigilancia en Sandino
Conozco casos de guardias de prisiones que terminaron en la cárcel. Y cuentan, cuando salieron, que fue un infierno. El mismo infierno al que un día, creyéndose impunes, sometieron a los reclusos
Historia19 de agosto de 2024 Luis CinoEn su libro El Imperio, el polaco Ryszard Kapuściński (1932-2007), una de las más grandes plumas del periodismo, dedica un capítulo a la visita que realizó en 1991 a Magadán, ciudad del extremo oriente de Rusia que durante la tiranía de Stalin fue el principal centro de tránsito de los presos (laguerniks) enviados a los campos de trabajo forzado (gulags) y por donde se exportaba el oro y otros minerales extraídos por ellos en Kolymá.
Refiere Kapuściński: “Se camina por las calles de Magadán a través de altos pasillos abiertos en la nieve. Son muy estrechos. Al encontrarse con otra persona, hay que detenerse y dejarla pasar. A veces me topo cara a cara con un hombre mayor. Y siempre, sin ninguna excepción, tengo que contenerme para no preguntarle: ‘¿Y usted qué fue, verdugo o víctima?’ ¿Por qué me intriga y me corroe tanto esta pregunta? ¿Por qué no soy capaz de mirar a estos hombres de una manera natural, desprovista de esa pertinaz e insidiosa curiosidad? Pero, si a pesar de todo, me armase de valor y le hiciese esa pregunta y él se mostrara sincero, oiría en respuesta: ‘Tiene delante las dos cosas, verdugo y víctima’.
Sobre el siniestro mundo de los gulags, descrito por Varlam Shalámov (Relatos de Kolimá) y Aleksandr Solzhenitsyn, explicaba Kapuściński: “En muchos casos no se podían separar los dos papeles. Alguien primero pegaba a otros en su calidad de oficial interrogador, después lo metían en la cárcel y le pegaban a él, cumplida la condena, salía y se vengaba, etc. Era un juego de pesadilla del que todos salieron perdedores”.
Conozco casos de policías y guardias de prisiones (que desde los tiempos de las UMAP suelen ser militares castigados) que terminaron en la cárcel. Y cuentan, cuando salieron, que fue un infierno. El mismo infierno de maltratos y humillaciones al que un día, creyéndose impunes, sometieron a los reclusos. Lo menos que les pasó fue que les dieran comida podrida para que no se la pudieran comer, la dejaran y pudieran los guardias utilizarla para el sancocho de los puercos.
La pregunta que intrigaba y corroía a Kapuściński, su “pertinaz e insidiosa curiosidad”, me recordó la de un amigo pinareño que hace unos meses visitó Sandino, el pueblo cautivo en Guane, en el extremo más occidental de Cuba, adonde en la primera mitad de la década de 1960 el régimen deportó a cientos de campesinos del Escambray (centro de la Isla) para evitar que ayudaran a las guerrillas anticastristas.
Mi amigo, con una curiosidad similar a la de Kapuściński, quería saber quiénes fueron de los deportados y quiénes los guardias que los vigilaban pero, aunque indagó, muy poco pudo sacar en claro.
Me contó que durante años “los villareños”, como los pinareños llamaban a los deportados, fueron mal mirados. Sobre ellos pesaba el estigma de ser “gusanos, contrarrevolucionarios”. Se suponía que, si no tuvieron parientes alzados, de un modo u otro tuvieron algún tipo de relación con “los bandidos”, como llamaba el régimen a los insurgentes. Y, por ello, muchos evitaban tratarlos para no buscarse problemas, ya que la policía y sus informantes de los Comités de Defensa de la Revolución no les quitaban la vista de encima a “los villareños” y estaban pendientes de todo lo que hacían y decían.
Siempre se sabía quiénes eran de “los villareños”, por mucho que estos evitaran hablar de su pasado. Además de que en los pueblos pequeños todos se conocen, se diferenciaban y los reconocían por el modo de hablar. Pero el paso del tiempo, los amores, la vida y las penalidades compartidas fueron diluyendo los antagonismos, los viejos rencores y los celos regionalistas. Hoy, en las familias de Sandino hay tantos descendientes de “los villareños” como pinareños. Y también personas de otras partes del país, especialmente de las provincias orientales, que fueron llegando e hicieron crecer el poblado, que actualmente da nombre a un municipio de más de 30.000 habitantes.
A los jóvenes no les importa demasiado si sus abuelos fueron alzados o guardias. Es más, con tanto silenciamiento de las historias para dar por buena la historia oficial de “la lucha contra bandidos”, unido al miedo y al empeño que pusieron sus mayores en olvidar, algunos, los de menos edad, ignoran que alguna vez hubo una guerra en el Escambray.
En los últimos años, los pobladores de Sandino han ido perdiendo el miedo, y cuando se quejan, culpan al régimen de sus muchas penurias. Ya pocos creen necesario explicar, como hipócritamente muchos hacían antes, que “no lo digo por nada malo ni porque esté en contra de la revolución…”.
Curiosamente, los que más se quejan no son los descendientes de los deportados, que nunca tuvieron expectativas favorables con el régimen, sino los viejos fidelistas que hasta hace muy poco decían estar dispuestos a morir por “la revolución” y hoy se sienten defraudados y escuchan despotricar a sus nietos en contra de “esto” y diciendo a los cuatro vientos que “se quieren ir”.
Como Kapuściński y mi amigo pinareño, hubo un tiempo en que también quise saber quiénes de mis compatriotas fueron verdugos y quienes víctimas. Ya no. No vale la pena.
Conozco exmilitares sin grados, veteranos de las guerras en África, ancianos, enfermos, sobre todo de los nervios, con jubilaciones que apenas les alcanzan para mal comer unos días, a pesar del exiguo aumento que les concedió a “los más destacados” la Asociación de Combatientes de la Revolución.
Y aunque los he culpado y aborrecido por haber contribuido a “esto”, y encima de eso, haberles tenido que soportar su teque y peor aún, su chivatería, los compadezco.
En estos 65 años, todos los cubanos, de un modo u otro, por comisión o por omisión, tenemos culpa en esta catástrofe.
Nuestros padres, abuelos y hermanos mayores, por haberse dejado engañar y ceder su libertad a cambio de promesas. Por dejar que los comunistas estimularan la envidia y los resentimientos contra los burgueses. Por declararse marxistas-leninistas sin saber qué coño era eso, y que resultó ser el estalinismo. Por la fidelidad mostrada al Máximo Líder. Por confiar en su infalibilidad y dejar que Él pensara por nosotros. Por seguirlo en cuanta locura y charranada se le ocurrió. Por poner a sus hijos a disposición del Estado, y pretender inculcarles que fueran fidelistas o de que al menos, por el bien de todos, fingieran serlo. Por haberse prestado a participar en los mítines de repudio o por contemplarlos impasibles. Por callar siempre con tal de “no dar armas al enemigo”. Por el odio a los yanquis y el amor eterno a la Unión Soviética, un amor tan eterno que todavía muchos no saben que ya no existe, que ahora se llama Federación Rusa, y no es comunista, sino más bien fascista. Por seguir, los que siguen, acatando y prestos a chivatear, siempre que se lo pidan. Por seguir aferrados a la mentira, negados a dar su brazo a torcer.
Nosotros, los que nacimos y crecimos bajo este sistema, por haber “creído” o simulado que creíamos para no buscarnos problemas. Por dejarnos chantajear y humillar. Por permitir mansamente los reproches y penitencias por nuestras “debilidades ideológicas”. Por vestir los disfraces que nos pusieron o autoimpusimos. Por pensar que ser burgués era una enfermedad contagiosa. Por deglutir y agradecer la mierda racionada que nos dieron por papilla a nosotros y a nuestros descendientes. Por permitir que a nuestros hijos los adoctrinaran y les obligaran a jurar en la escuela: “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”. Por la autocensura. Por virar la cara y cerrar los ojos ante los abusos. Por no saber o simular que no sabíamos que pasaban “esas cosas” hasta que nos tocó a nosotros. Por haber negado a Dios y los santos y no volver a ellos, sacando al Eleguá del closet y poniéndolo detrás de la puerta, cuando Fidel nos dio permiso para creer. Por haber disimulado el hambre llamándola de otro modo, hasta que no pudimos más, y nos dedicamos a jinetear y a ser mantenidos por nuestros familiares en Estados Unidos con dólares que van a parar a las arcas del régimen-chulo. Por el temor al cambio, por el aquello del malo conocido y el bueno por conocer. Por habernos dejado desmoralizar. Por renunciar durante demasiado tiempo a nuestra individualidad y habernos resignado a ser, ya no una masa, sino un rebaño que se ha convertido en una hambreada piara que vaga por un derruido campamento de indigentes.
Publicado originalmente en Cubanet.
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