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Nadie cree en las promesas de los mandamases. Y el descontento sigue aumentando. El hambre y la miseria están siendo más fuertes que el miedo. También en Sandino, que se niega a seguir cautivo
Autores28 de septiembre de 2023 Luis Cino“En Sandino los ánimos están caldeados y la gente ya no se oculta para quejarse y hablar mal de esto”, me cuenta un amigo que recientemente estuvo en ese poblado, situado a 80 kilómetros al oeste de Pinar del Río, en el extremo más occidental de Cuba.
No dice algo que yo no sepa. El creciente descontento con el régimen es palpable en toda Cuba. Solo que en Sandino, hasta hace muy poco, era impensable que alguien se atreviera a expresarse públicamente en contra del gobierno. Y no era para menos. Sandino, junto a Briones Montoto, fue uno de los llamados “pueblos cautivos” adonde, entre 1964 y 1965, el régimen deportó a cientos de familias campesinas del Escambray para impedir que pudieran apoyar a las guerrillas anticastristas que durante más de cinco años se enfrentaron al ejército y las milicias.
Durante muchos años, “los villareños”, como los oriundos del lugar llamaban a los deportados, fueron mal mirados. Sobre ellos pesaba el estigma de ser “gusanos, contrarrevolucionarios”. Se suponía que si no tuvieron parientes alzados, de un modo u otro tuvieron algún tipo de relación con “los bandidos”, como llamaba el régimen a los insurgentes. Y por ello, muchos evitaban tratarlos para no buscarse problemas, ya que la policía y sus informantes de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) no le quitaban la vista de encima a “los villareños” y, con mayor o menor discreción, según estuviera el ambiente, estaban pendientes de todo lo que hacían y decían.
Siempre se sabía quiénes eran de “los villareños”, por mucho que estos evitaran hablar de su pasado. Además de que en los pueblos pequeños todos se conocen, se diferenciaban por el modo de hablar. “Pasaba como con los rusos y los ucranianos, incluso los ruso-parlantes, que un extranjero no podía distinguirlos, pero entre ellos sí se reconocían en cuanto hablaban”, me explica mi amigo, que estudió en Kiev cuando Ucrania era todavía una república soviética.
Pero el paso del tiempo, los amores, la vida, y las penalidades compartidas fueron diluyendo los antagonismos, los viejos rencores y los tontos celos regionalistas. Hoy, en las familias de Sandino hay tantos descendientes de “los villareños” como pinareños. Y también personas de otras partes del país, especialmente del oriente, que fueron llegando e hicieron crecer el poblado, que hoy da nombre a un municipio (el mayor de la provincia) con más de 30.000 habitantes.
A los jóvenes no les importa demasiado si sus abuelos fueron alzados o guardias. Es más, con tanto silenciamiento de las historias para dar por buena la historia oficial de “la lucha contra bandidos”, unido al miedo y al consecuente empeño que pusieron sus mayores en olvidar, probablemente algunos de los de menos edad ni sepan que alguna vez hubo una guerra en el Escambray.
En los últimos años, a medida que se ha ido deteriorando la situación en el país, los pobladores de Sandino han ido perdiendo el miedo. Cuando se quejan, culpan al régimen de sus cuitas y penurias. Ya muy pocos creen necesario explicar, como hipócritamente muchos hacían antes, que “no lo digo por nada malo ni porque esté en contra de la revolución”.
Curiosamente, los que más se quejan no son los descendientes de los deportados, que nunca tuvieron expectativas favorables con el régimen, sino los viejos castristas que hasta hace muy poco decían estar dispuestos a morir por la revolución. Muchos de ellos exmilitares, ya ancianos, con jubilaciones que apenas les alcanzan para mal comer unos días, se sienten defraudados por un régimen al que dedicaron sus mejores años y esfuerzos, y que luego de utilizarlos, los desecha como si fueran los hollejos de una naranja exprimida.
Hace unos días, las quejas subieron de tono tras la tormenta Idalia, que trajo lluvias torrenciales y rachas de viento que llegaron a alcanzar los 100 kilómetros por hora a una región que aún no se recupera de los destrozos del huracán Ian de hace apenas un año y de los otros cinco ciclones que han pasado por Pinar del Río en los últimos 20 años.
Las condiciones de vida de los pobladores de Sandino, que ya eran pésimas, empeoraron dramáticamente tras el paso de la tormenta. A las inundaciones, los apagones y los techos averiados se sumó la falta de comida. Y para colmo, en el único cajero automático del pueblo no había dinero.
Poco faltó para que la gente se tirara para la calle. Si no lo hicieron fue por esa indefensión inducida por seis décadas de sometimiento, no porque creyeran en las promesas de los panzudos dirigentes del gobierno y del Partido Comunista que visitaron la zona para asegurar, como han hecho tantas veces, que “la revolución no dejará abandonado a nadie”.
Nadie cree en las promesas de los mandamases. Y el descontento sigue aumentando. El hambre y la miseria están siendo más fuertes que el miedo. También en Sandino, que se niega a seguir cautivo.
Texto reproducido en El Nuevo Conservador por cortesía de su autor y la agencia Cubanet. Luis Cino Álvarez reside en Arroyo Naranjo, Cuba, y a pesar de la represión desde 1998 ejerce el periodismo independiente. Entre 2002 y la Primavera Negra de 2003 perteneció al consejo de redacción de la revista De Cuba. Fue subdirector de Primavera Digital. Es colaborador de CubaNet desde hace 20 años. Trabajó como profesor de inglés, en la construcción y la agricultura. Sueña con poder dedicarse por entero y libre a escribir narrativa. Le apasionan los buenos libros, el mar, el jazz y los blues.
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