
El mandato de silencio, justificado bajo la falacia de la intemporalidad política, ha inoculado la sospecha y la autocensura como prerrequisitos de supervivencia intelectual
El lento, el lerdo, el pusilánime, mide cada paso, va mirando al de adelante y comparando huellas. Es envidioso por definición. Va opinando, va criticando cada paso de los de adelante. La mayoría de las veces, cuando logra colocarse en vanguardia, lo hace mal y cede
Bogaciones22/08/2023 Andrés R. RodríguezLa preocupación obsesiva por la igualdad, es una evidente muestra de acomplejamiento y de casi segura inferioridad.
El enérgico avanza por su trocha, no mira su huella, simplemente pisa lo desconocido, sube por la tormenta aun resbalando enceguecido. La vanguardia inaugura, crea, debe y tiene que prestar atención al camino, enfrenta peligros diversos, a los imponderables, ni siquiera tiene la opción de comparar. Compara el pisa huellas, el que se queda retrasado, el que no sabe abrir brecha.
El lento, el lerdo, el pusilánime, mide cada paso, va mirando al de adelante y comparando huellas. Es envidioso por definición. Va opinando, va criticando cada paso de los de adelante. La mayoría de las veces, cuando logra colocarse en vanguardia, lo hace mal y cede.
En sociedades preocupadas excesivamente por la igualdad, el de la retaguardia hasta se considera en el deber y derecho de anular la vanguardia, e imponer “su igualad”, es decir, imponer a la vanguardia el ritmo de la retaguardia. Una sociedad disfuncionando así se hace lenta, acumula suciedad, opiniones y chismoteo. Dado que los lerdos son inmensa mayoría, casi siempre han impuesto sus ritmos, el inerte peso de la manada.
Los grandes saltos civilizatorios, las altas culturas, han sido producto de genios y talentos que han emergido del pelotón, casi siempre con alto costo para sus vidas. En las culturas modernas hay como dos submundos, dos continentes, dos subculturas: humanidades-artes y ciencias-tecnologías.
En el submundo humanístico, impera la palabra y su polisemia, abunda la farandulearía, la pompa, cierta “camaradería envidiosa”, “mafia igualitaria” o “verdad del instante”. Allí preponderan los que sostienen que todo el mundo tiene derechos. Uno de ellos, por ejemplo, el derecho a hacer arte. De ahí, los tantos mamarrachos que hoy abundan. Pero esto es simple hipocresía. Todos y cada uno saben que hay un arte excelso y otro mostrenco, y son dos especies muy alejadas en el árbol de la vida.
En el submundo de la ciencia-tecnología, por el contrario, es plenamente aceptado que hay niveles de inteligencia. Es bien sabido que aunque “todo el mundo” puede entrar en el baile, no todos van a saber bailar y quedarán en la pista solo unos más resistentes. Allí impera un estricto posicionamiento piramidal, el número y la fórmula, y las “verdades consensuadas”. Entre científicos e ingenieros, todos se saben individualidades, personalidades desiguales, que son poseedores de pedazos de verdad parcial, momentánea y transiente.
En el mundo de la ciencia-tecnología, existen vanidades, pero lo central no es la lentejuela o el micrófono, sino el número, el microscopio y el dato. La verdad no se alcanza en súbitas iluminaciones, sino se le construye con pedazos de verdades y mentiras. Es por ello que el mundo ha avanzado subido en el tren de la ciencia, que tiene métodos eficientes para cribar lo falso de lo verdadero. Al menos lo muy evidentemente falso. El mundo ha emergido de sus miserias medievales, pisando número y resbalando en palabras.
Los políticos son mucho más próximos a ser palabreros, artistas y humanistas, que científicos. Generalmente adoptan métodos faranduleros. Toman los altavoces y ametrallan a su público, sus electores, al “pueblo”, a la “humanidad”. ¿Y quién ha visto al pueblo o esa cosa que llamamos humanidad? Son abstracciones y mentiras. Se trata de turbas o tumultos.
Son conceptos abstractos, que solo son útiles para declararse “con vocación de servicio a la humanidad”. Por ello, los políticos deben ser removidos de sus puestos luego de un tiempo prudencial. Hay que evitar su corrupción. O convierten la sociedad en mafia, farándula y malgasto. Muy saludable es suponer que todos tendemos a corrompernos, incluso o tal vez mas el salvaje inocente. O la sociedad se hace suciedad. Y eso no lo soluciona una pretendida igualdad. Una injusta igualdad.
El mandato de silencio, justificado bajo la falacia de la intemporalidad política, ha inoculado la sospecha y la autocensura como prerrequisitos de supervivencia intelectual
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