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El estricto código de conducta que se exigía a sus miembros, que hizo que la sociedad abakuá fuera llamada “la masonería de los negros”, no logró atenuar esa mala fama
Autores 21 de febrero de 2024 Luis CinoEn los últimos meses, en medio del incremento de los delitos violentos, se han dado casos en La Habana de personas que han sido heridas con armas blancas en la calle sin que mediasen robos, rencillas u otras razones que pudieran motivar la agresión. Y no son pocos los que culpan a los abakuás de esos hechos.
Los abakuás ―una sociedad fraternal creada por esclavos de la etnia carabalí a mediados del siglo XIX en el poblado de Regla, que se extendió rápidamente por La Habana, Matanzas y Cárdenas― siempre han tenido mala fama.
El estricto código de conducta que se exigía a sus miembros, que hizo que la sociedad abakuá fuera llamada “la masonería de los negros”, no logró atenuar esa mala fama.
Durante la época en que Cuba fue colonia de España y luego en la República, debido al carácter secreto de la asociación fraternal y a los prejuicios racistas, se tejió una leyenda siniestra en torno a los ñáñigos ―como eran llamados despectivamente los abakuás―, a quienes llegaron a culpar del robo de niños para sacrificios rituales, entre otras disparatadas acusaciones.
Luego de 1959, la leyenda mala se mantuvo, con variaciones de signo ideológico. El régimen revolucionario, al dar por abolida de un plumazo la discriminación racial, intentó borrar a los abakuás junto a todo vestigio de la identidad negra (máxime si era de resistencia), confinándola a los estrechos límites del folklore.
Los abakuás fueron vinculados por las autoridades comunistas a la marginalidad y el delito. Baste recordar lo que escribían sobre ellos los plumíferos del marxismo-leninismo castrista en las décadas de 1960 y 1970 en las revistas Moncada (del Ministerio del Interior) y El Militante Comunista.
En realidad, los prejuicios raciales, que decían haber eliminado, se mantenían, complementados por el ateísmo de Estado vigente en las primeras décadas del régimen castrista, que consideraba “atraso e ignorancia” a las religiones de origen africano.
Hace solo unos pocos años, dándole otra vuelta más al círculo vicioso del racismo que el régimen niega denodadamente, hubo casos en que ser abakuá fue usado como agravante para la aplicación de la Ley de Peligrosidad Social Pre-Delictiva.
No obstante los prejuicios y la mala fama, los abakuás han dejado su huella en la música, la danza, las artes plásticas, la literatura y el habla popular de los cubanos. Destacados músicos como Brindis de Salas, Miguel Faílde, Ignacio Piñeiro y Chano Pozo, el pelotero Martín Dihigo y el líder sindical Aracelio Iglesias, nunca ocultaron su condición de abakuás.
En las dos últimas décadas, ser abakuá se ha puesto de moda entre los adolescentes y los jóvenes, principalmente negros y mestizos, de Centro Habana y los barrios periféricos de la capital.
Los eribangas (tatuajes) que exhiben los muchachos en la espalda y los brazos, y los triángulos y círculos cruzados por rayas y flechas que aparecen pintados en los muros, dejan constancia del regreso con nuevos bríos de los abakuás.
Raydel, de 28 años, residente en El Moro, Arroyo Naranjo, tiene tatuado un “ireme” en el omóplato izquierdo: un diablito con capucha que danza y empuña algo que parece una hoz. Un poco más arriba del capuchón, hay una frase africana escrita con tinta china. Es la firma del Juego (o también Potencia o Tierra). El joven dice con orgullo que es abakuá desde hace más de 10 años.
Para iniciarse como abakuá hay que ser mayor de 17 años y llegar al Juego con la recomendación de algún padrino. Pero las exigencias han disminuido últimamente.
Como Raydel cuando se juramentó, hoy muchos de los iniciados son menores de edad. “Los juramentan tipos irresponsables que no verifican ni averiguan, solo les interesa coger dinero”, asegura Aris, de 64 años, de Centro Habana, cuyo padre era un endure renombrado en el barrio Los Sitios.
“Antes no admitían a cualquiera. Había que ser un tipo correcto y decente para jurarse. No se podía ser abusador. ¿Por cuánto un ecobio iba a golpear a una mujer? Pero ya los abakuás no son ni la sombra de lo que eran”.
Advierte: “Hay muchos impostores que llevan el ireme pintado en la espalda sin autorización. Cuando veas un eribanga, fíjate si tiene firma. Si no la tiene, no sirvió. Puede que el chamaco lo use por monería. O que sea un chivato, un embori”.
Cuando le pregunté a Raydel cómo se las arreglan jóvenes que en su mayoría no trabajan para pagar los no menos de 5.000 pesos ―o más, en dependencia del tamaño y la complejidad del dibujo― que cobran los tatuadores, me respondió: “Inventando, ya tú sabes…”.
Los abakuás más viejos están muy disgustados. Creen que la hermandad está siendo secuestrada por delincuentes que la están desviando de sus propósitos originales, lo que la desacredita, refuerza los prejuicios y convierte a sus miembros, especialmente si son negros, en objetivos de la suspicacia policial.
Una encuesta de la revista Somos Jóvenes realizada en 2009 a muchachos de la capital de entre 16 y 21 años que dijeron ser iniciados en la secta, arrojó que la mayoría se hizo abakuá porque “se consideran hombres probados y que tienen condiciones”. Y probar la hombría, “tener condiciones”, es el equivalente para muchos del machismo y la guapería.
Me comenta Aris sobre los adolescentes que bailan con cuchillos y machetes en el videoclip de Abakuá Nama, de Chocolate MC, el éxito del momento entre “los repas”. ¿Viste cómo les gusta? Los muchachos de ahora han cogido la hermandad abakuá para la guapería y la delincuencia. ¿Pero que tú puedes esperar si vivimos en la mierda y el descaro?”, me dijo, abriendo los brazos, como si abarcara todo cuanto lo rodea.
Publicado originalmente en Cubanet. Luis Cino Álvarez reside en Arroyo Naranjo, Cuba, y a pesar de la represión desde 1998 ejerce el periodismo independiente. Entre 2002 y la Primavera Negra de 2003 perteneció al consejo de redacción de la revista De Cuba. Fue subdirector de Primavera Digital. Es colaborador de CubaNet desde hace 20 años. Trabajó como profesor de inglés, en la construcción y la agricultura. Sueña con poder dedicarse por entero y libre a escribir narrativa. Le apasionan los buenos libros, el mar, el jazz y los blues.
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